La reacción airada de la mayoría de los escritores ante el dislate es, al mismo tiempo, un síntoma de salud y uno de enfermedad.
Síntoma de salud porque resulta promisorio que, ante la inacción estatal, se genere un reclamo más o menos organizado (por ahora, menos).
Pero es también síntoma de enfermedad porque deja un par de elementos en evidencia.
La Feria de Frankfurt fue percibida -erróneamente- por parte del gobierno como el equivalente alemán a la feria del libro argentina. La Feria de Frankfurt parece ser percibida -erróneamente- por parte de ciertos escritores como un salvavidas. Se percibe, en ciertos discursos, que si los escritores fueran allá se transformarían, de la noche a la mañana, en rutilantes estrellas de la constelación de la literatura internacional. Esto, claro, es poco probable. Es poco probable que autores argentinos de ficción resulten tentadores para mercados chicos -lo cual es la gracia de la Feria: si se desea generar un encuentro con los grandes no hace falta la logística de Frankfurt- por el simple motivo de que tampoco en el mercado local resulta tentador editar autores de países periféricos. Resulta paradójico, pero en épocas de supuesta globalización leemos menos extranjeros -digo, que no sean los de siempre- y los extranjeros nos leen menos -digo, que no sean los de siempre-. No se produjo una apertura del mercado literario, más bien todo lo contrario: en un contexto de empresas multinacionales que dominan el mercado editorial, pareciera trabajarse más que nunca en una economía cerrada donde lo que se produce en el país se consume (poco, muy poco) en el país.
La lógica de las economías cerradas no es correcta ni incorrecta, tan sólo sencilla: si existe abastecimiento interno, no resulta necesario recurrir a un mercado externo. La cuestión es que las visiones de ciertos implicados en relación a la Feria de Frankfurt como el paraíso traslucen que el mercado interno argentino está muy pero muy mal.
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